M2 Festival 2006: la crónica
Viernes, 1 de Diciembre de 2006
El festival de Monegros, para la gran mayoría de los visitantes que hinchan los terrenos del desierto aragonés de masa humana, se traduce en una palabra: “fiesta”. Monegros es la gran válvula de escape del verano, ese momento en el que la tensión acumulada durante casi doce meses de estudios, trabajo o todo tipo de vicisitudes se escapa por la cabeza o los poros del cuerpo, como si el cuerpo se nos conviertiera en una olla exprés que expulsa vapor, y después de cerca de veinte horas de festival se acabaron los nervios, las neuras y el hastío: uno se ha pegado la gran fiesta, se ha vaciado y vuelve a la rutina con un poco más de liberación. Comienzan las vacaciones y próximamente comenzará una nueva temporada. Gracias a la liberación de adrenalina, se recargan pilas. Monegros tiene esa gran virtud.
Pero el festival M2, que el año pasado nació como la versión ‘a cubierto’ de Monegros y que este año se ha trasladado con gran éxito organizativo y logístico a Feria de Zaragoza, no es exactamente ‘la fiesta’. Más bien es otra cosa, y tanto o más importante que el disfrute por el disfrute. M2 es ‘la música’, un festival que, por selección artística, su ubicación urbana y la fecha del año en que se realiza, anima a acudir a sus pabellones y sus carpas para ‘escuchar’ a la vez que se baila, con una predisposición a descubrir, disfrutar de nombres esenciales difíciles de ver en clubes y festivales y, por qué no, tomárselo todo con más calma, como un alto en el camino antes de la llegada de la extenuante temporada de festivales veraniega.
Después de haber vivido la segunda edición de M2 en Feria de Zaragoza aquel mágico 11 de noviembre, una certeza se nos viene a la cabeza: triunfó la música. Fue una gran fiesta, una celebración colectiva serena y apasionada, pero sobre todo fue un festival en el que el artista y su lenguaje cobró tanta importancia como el público y su entusiasmo. Un festival en el que los DJs y los grupos ejercían de un hilo conductor no sólo para garantizar unas horas de evasión a los clientes que habían pagado la entrada, sino también para dejar huella en la gente con actuaciones únicas y quizá irrepetibles. Ahí, precisamente ahí, estuvo la gran virtud de M2, su razón de existir. Y hay varias razones para afirmarlo de manera tajante.
Primera razón: Kraftwerk. Ha llegado un momento en que los conciertos de Kraftwerk ya son mucho más que una impecable puesta en escena y una selección de temas históricos ordenados con acompañamiento visual hipnótico y un sonido deslumbrante. Ha llegado un momento en que ver un concierto de Kraftwerk se ha convertido en un privilegio. No sólo porque sus apariciones en directo son cada vez más raras y quizá lo sean más con el tiempo –las seis décadas de vida que contemplan a esos dos genios llamados Ralf Hütter y Florian Schneider llegará un momento en que pesen demasiado y sea para ellos más atractivo quedarse en su mecedora en casa frente a la chimenea que no subirse a un escenario para manipular un ordenador portátil vestidos con un elegante traje–, sino porque el gustazo de escuchar, por ejemplo, “Autobahn” envueltos en el tejido de luz e imagen diseñado por los propios Kraftwerk no sólo no tiene precio, sino tampoco comparación con la gran mayoría de los conciertos que puede ofrecer cualquier grupo en este momento.
Kraftwerk son historia viva de la música electrónica. Decir esto es una obviedad y no aporta nada nuevo. Merecen respeto por lo que han sido, pero sobre todo merecen admiración abierta por lo que siguen siendo: una banda que hace bandera de la música de máquinas, de la obsesión por el progreso, los transportes y las comunicaciones, y sobre todo una banda que sigue siendo más vigente que casi cualquier otro resto orgánico y musical nacido en la década de los setenta. El concierto de M2 fue una versión ligeramente abreviada de lo que normalmente hacen en gira o en conciertos especiales. Se comieron “The model”, la preciosa “Neonlicht” y “Pocket calculator”, pero a cambio rescataron “Computer liebe” y “Schaufensterpuppen” (“Showroom dummies”), dos temas durante muchos años apartados del repertorio en directo de Kraftwerk y que además, como el resto del concierto, sonaron en la versión alemana, más potente, más cruda, también más auténtica que la versión en inglés que fue la gira “Minimum Maximum”.
Kraftwerk invadieron M2 durante hora y media de una serenidad mágica y matemática. Una tranquilidad hipnótica. Con una puesta en escena impecable, con una luz precisa y unos visuales que siguen entusiasmando por su romántico anacronismo, Ralf Hütter, Florian Schneider, sus dos acompañantes y los robots de plástico que se agitaron al ritmo de “Die roboter” ofrecieron uno de esos momentos que no se pagan con dinero. No había espacio para la fiesta. Sólo espacio para la MÚSICA. Tal como ha evolucionado el sonido electrónico, Kraftwerk tienen hoy casi la condición de música clásica, pero en cualquier caso, en el buen sentido. Algo así como comparar a Mozart con cualquier cosa mala. Cualquier cosa mala no merece ni una escucha. Kraftwerk, en cambio, las merecen todas. No hay color. Si alguien prefiere otra cosa siempre será su problema.
Segunda razón: el Auditorio. El Auditorio tenía que ser, en principio, el escenario pobre de M2, el escenario alejado del barullo, el escenario para tres propuestas minoritarias o raras que no tenían por qué recibir demasiada respuesta del público. Pero como M2 es el festival en el que prevalece la música sobre la fiesta, un Auditorio en el que sonara la música como dios manda, y donde se pudiera escuchar con la comodidad (es decir, sentado) que dios también manda, tenía que ser por fuerza un enclave mágico. Y a fe que lo fue. Si no, que se lo pregunten a Ken Ishii, que tuvo que cerrar puertas justo antes de iniciar un concierto en el que no hubo espacio para la imagen que sus fans tienen de él. Antes de abonarse a la zapatilla y al techno más duro –como nos confesaba de camino a Zaragoza, “la mayoría de los promotores de Europa quieren que pinche techno duro, pero yo siempre tengo ganas de hacer otras cosas”–, Ken Ishii fue el Ken Ishii real, o al menos aquel que sus fans con más años de rodaje recuerdan: el del doble 2x12” “Garden of the palm”, el de “Jelly tones”, el de los momentos ambientales y abstractos, el del sello R&S. Ken Ishii se retrotrajo a ese periodo de su carrera en el que fue visto por todos como un visionario, como el máximo exponente de la nueva generación electrónica japonesa, y reconstruyó loops añejos y ritmos abruptos en un híbrido entre directo y DJ en el que también hubo espacio para la música de Haruomi Hoshono y la Yellow Magic Orchestra.
Poco antes, los zaragozanos DAB expusieron su lenguaje chill out ante un público curioso, y lo que fue más importante, Donnacha Costello estrenó su directo ambient en España después de haber hecho ya casi todo lo que podía haber hecho en otros festivales: mostrar su cara experimental como Pixel, su live con las ‘Color series’, su reciente directo techno… Sólo le falta venir a pinchar. Porque el trámite ambient ya está superado: en M2, Costello desempolvó esos temas adorados por sus fans de siempre, los que le conocieron, por ejemplo, con el tristísimo “Together is the new alone”, aquel disco atmosférico que publicó en el sello Mille Plateaux. A partir de los momentos más emotivos de aquel álbum de culto, algunos temas publicados en la serie ‘Pop ambient’ de Kompakt y extractos inéditos –y con la ayuda de un sampler casi líquido–, Costello envolvió a todo el Auditorio en una burbuja de emociones y sensaciones enternecedoras. Si eso no fue un momento mágico y exclusivo, muy pocos otros pueden optar a ese premio.
Tercera razón: el hip hop. Por primer año, M2 dio cabida al hip hop en su programa. Era la progresión natural, después de que este estilo se hubiera hecho autónomo y fuerte entre la oferta del veraniego Monegros Desert Festival. Además, en Zaragoza, ciudad b-boy por excelencia, no contar con el hip hop habría sido casi una herejía. Era el año y el lugar para dar entrada al bombo y caja en la programación y con dos platos fuertes: los mejores de aquí y uno de los mejores de allá. Violadores del Verso jugaban en casa y ganaron. Tenía que ser así, porque si el directo del cuarteto maño ya ha venido siendo indestructible en el último lustro, cinco años intensos en los que R de Rumba, Lírico, Hate y Kase.O le han ido sacando brillo con cera y trapo a las rimas de “Vicios y virtudes”, con las laringes rodadas y un disco tan aplastante como el reciente “Vivir para contarlo” aquello tenía que ser una exhibición de rap crudo y rocoso. Y lo fue: repasaron casi todo el álbum, insertaron la cara B del primer single (“Haciendo lo nuestro”) y rescataron clásicos beodos del grupo como “Ballantines”; los tres MCs se alternaron con una compenetración que asusta, y los visuales le dieron un toque de mayor profesionalidad y sentido de la puesta en escena a un grupo que ya no es ni una promesa ni una barraca de feria amateur: es la mejor banda hip hop de España y un equipo exacto y profesional.
Profesionalidad es la palabra con la que se podría describir también el directo de Ice Cube, la otra gran atracción del cartel hip hop de M2. Justo después de que R de Rumba calentara los platos y Psycho Realm ofrecieran una tibia introducción al hip hop norteamericano en clave de horrorcore con algunos años ya a sus espaldas, el ex miembro de NWA y una de las voces más combativas del hip hop saltó al escenario con un sonido potentísimo y una puesta en escena minimalista en la que sólo hubo dos factores en juego: minimalismo y rabia. Estaban Cube, su MC de apoyo y el DJ dándolo todo, porque no había más que dar: bases duras y letras crudas, con paradas obligadas en el reciente álbum de Ice Cube –el de su resurrección artística y recuperación del respeto en las calles, “Laugh now, cry later”– pero también en los grandes clásicos de la bestia de Los Ángeles (momentos de “The predator” para el recuerdo), representación de Westside Connection e incluso un megamix de NWA con momento de histeria colectiva a la que sonó “Fuck the police”. Aquello fue historia del rap en tiempo real. Valió la pena.
Cuarta razón: LFO. El directo de Mark Bell con su alias LFO no llegó a la hora de duración, pero por muchas razones habría valido para todo el festival. LFO, nombre histórico de la leyenda del sello Warp, guarda entre sus siglas muchas de las claves de la evolución de la música electrónica de baile inglesa moderna. Es un nombre asociado desde su primer momento a conceptos como ‘rave’ y ‘hardcore’ –aunque grabaran en Warp, el nombre LFO no se asoción al ‘techno inteligente’ hasta 1996; antes era el paradigma del sonido hardcore del norte inglés–; un nombre asociado a la crudeza y a las máquinas viejas y oxidadas, un nombre que aunque se suele relacionar con la abstracción, siempre ha tenido más que ver con la fiereza y la frialdad del sonido sintético. En el último disco de LFO, “Sheath”, se incluye un pepino llamado “Freak”, que en la práctica es cómo debería sonar la música rave en la actualidad. Sonó “Freak”, sonaron momentos del añejo “LFO” del primer maxi del proyecto, pero sobre todo sonó techno agresivo, moderno y digital como sólo Mark Bell puede haber imaginado. Sólo con un portátil, un controlador MIDI y unas latas de cerveza, LFO dejó claro cómo debe sonar un directo de baile: áspero como una lija, fuerte como un muro de piedra, agresivo y sin compasión como una leona cazadora. Y con un sonido limpio y tremendo que aplastaba los cuerpos contra los bafles. LFO se cargó de un plumazo la posible carga violenta y dura con la que se asocia a géneros como el hard techno y el schranz: él consiguió en 45 minutos ser más techno, más duro y más sucio que cualquiera de esos dos estilos, y además conservando en su discurso toda la historia del techno inglés y toda la transgresión del rave. De lo mejor de la noche.
Una noche que tuvo mucho más y que merece ser tenido en cuenta. A la vez que R de Rumba empezaba a sacarle el polvo a los bafles del escenario Expo 2008, el residente de la sala pequeña de Florida135, Carlos Palacio, –a continuación le seguiría el directo ecléctico de JLF– se ponía a los mandos de los platos en el segundo ámbito de desarrollo artístico de M2, el escenario San Miguel. Con su deep house de hace diez años, rindiendo tributo al primer sonido tech-house que ahora está en plena fase de recuperación, demostró que además de buenos dedos tiene buen oído y una cultura house excelente. Algo que a Basti Schwarz, el hermano mayor de Tiesfschwarz que se presentó a M2 para pinchar, parece habérsele ido olvidando con el tiempo. Las sesiones del dúo alemán –que esta vez no fue dúo y fue uno solo y algo descentrado– son manuales de cómo ir lanzando los hits de la temporada con eficacia y buena mano, pero sin apenas imaginación. Fue música de ir empezando e ir calentando la que seleccionó Tiesfschwarz, pero en ningún caso música para recordar después porque tirar de electrohouse no implica ningún mérito ni ningún riesgo.
Antes de irse para el Auditorio y encantar a las serpientes con su ambient precioso, Donnacha Costello ofreció en el escenario San Miguel el primero de sus dos directos, esta vez centrado por completo en su nuevo sonido techno –un techno que quiere envidiar la mecánica rígida y trotona de los discos del sello M_nus y que él hace con un elemento melódico y bleep algo más acentuado– y que tuvo paradas obligadas en sus últimos maxis en el sello Minimise, hits underground como “Bear bounces back” o los cortes algo más planos de su reciente serie “6x6=36”, rodajas de techno minimalista, analógico y oscuro con los que ir dando los primeros minutos de caña. La caña, sin embargo, llegaría al final, con un Ken Ishii algo más detroitiano de lo esperado (pero al fin y al cabo, más duro que hueso) y con el Mulero de siempre –por siempre, entiéndase el Mulero de 1998–, preciso en su encadenado sin fisuras de ese techno oscuro facturado en Alemania e Inglaterra y que todavía sigue siendo la cara más seria y respetable de un hard techno que actualmente está bajo mínimos. Mulero, como mínimo, sabe sacar lo mejor para mantenerse firme mientras la escena decae. Esa también es una seña de identidad del buen DJ.
Pero antes de la dureza, en M2 aconteció la magia. Primero, la magia hipnótica de DJ Krush, un mago a los platos que nunca falla. Su hip hop abstracto de marca –un perfecto postre para el público hip hop que no tenía especial interés en seguir el directo de Kraftwerk en el escenario Expo 2008– es de los que garantizan una hora en órbita. DJ Krush volvió a hacer gala de su fino y preciso scratch, de su manejo sereno de la mesa de mezclas y del contenido inusual de su maleta, y exhibió hip hop anguloso, lento y sedante que en ningún momento alzó la voz más de lo necesario. Fiel a su tradición y a su estilo, se impuso al público y pinchó lo que él creía oportuno. Lo mismo que The Cosmic Twins, el tándem formado por Derrick May y François K, que no por veteranos tuvieron que rendirle necesariamente cuentas a la vieja escuela de la música de baile. Y es que cinco horas dan para mucho, para mucho más que desviarse hacia la nostalgia. Tanto May como K optaron por lo clásico y por lo duro, por lo comercial y por lo underground, despachando vinilos de todas las edades y todos los géneros, tejiendo el hilo invisible que conecta a la música disco y el techno de Detroit con el actual sonido electrohouse. Quizá no fue lo que muchos esperaban, una orgía de vieja escuela y de pureza, pero sí fue lo que ellos prometieron: cinco horas de viaje por la vasta amplitud de la música de baile. Seguro que todo el mundo encontró algo de positivo en su propuesta.
La gran polémica de M2 fue si la sesión de The Chemical Brothers fue si la fiesta estuvo más en la cabina que entre el público. Después de que Nathan Detroit les calentara el terreno, Tom Rowland y Ed Simons tomaron el control de la cabina y dejaron a su telonero bailando a pie de escenario mientras ellos se esforzaban con unas mezclas que no siempre acababan de encajar. Es cierto que The Chemical Brothers empezaron bien, rindiendo tributo a su propio sonido psicodélico grandilocuente e impactante –el comienzo fue, si no falla la memoria, “Surface to air”, la angelical conclusión de “Push the button”–, y utilizaron la sesión como banco de pruebas para comprobar cómo se comportaban ante el público algunos de los tracks que ya están terminados del que será el próximo álbum de los hermanos químicos. Por la reacción del respetable –por lo menos en aquellos momentos en lo que todo sonaba descaramente ‘chemical’–, los temas funcionan, pero la sesión pudo haber volado a mayor altura si no hubiera entrado en una una dinámica raver por momentos demasiado estruendosa. Aun así, cumplieron con su función de dúo de masas, que esa es su gracia
Es lo que tiene el populismo o ser una figura famosa de la música de baile: que en los grandes eventos suele ser imposible sacar tu verdadera personalidad en beneficio de ir a lo seguro para contentar a cuanta más gente mejor. The Chemical Brothers ya se adaptan a ese perfil, pero Miss Kittin no. Miss Kittin adora pinchar en sitios pequeños y con material más diverso y experimental, pero en el escenario Expo 2008 no tuvo más remedio que tirar de su maleta más pop y ochentera, de hablar mucho por el micro y de anteponer el espectáculo al oficio. DJ Hell lo tuvo más fácil porque también tenía a menos gente delante. En sus tres horas, el capo de International Deejay Gigolo tuvo tiempo para calmar a las fieras y llevarse la sesión a su terreno, ahí donde se siente cómodo y no todo el mundo le comprende: desenterrando temas raros de su amplia colección personal, tirando de hits y de macarreo, todo a partes iguales. Un muy buen final de festival para un M2 que ha demostrado lo que pretendía: que hay espacio para los grandes eventos en los meses de frío, y que no siempre la fiesta va por encima de la música. El nivel ha sido alto y el del público aún más. Felicidades a todos.